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Homilía del Padre Rupnik

 

HOMILIA DEL PADRE RUPNIC SOBRE EL MOSAICO DE SANTA MARIA MADRE DE LA IGLESIA

Homilía del P. Rupnik en la Misa de inauguración del Mosaico

 Un artista puede explicar su obra si quiere, pero los artistas que trabajamos para la iglesia, no podemos explicar nuestra obra, porque no es nuestra, es de la Iglesia, por eso se hace una homilía. En ella se explica el misterio de fe que hay en esta obra. De tal manera, que podréis descubrirlo cada vez q vengáis a esta iglesia, y no lo agotaréis jamás.

La iglesia está dedicada a la Madre de Dios. Cuando en los primeros siglos la iglesia comprendió que Cristo era verdaderamente Dios, era lógico concluir que la madre que lo ha generado, era Madre de Dios. Pero esto es un gran misterio. Una mujer, de carne y hueso, ha dado a luz a Dios, porque estaba llena de gracia, porque en ella Dios ha cumplido un gran Don.

Y si ella es Madre de Dios, es porque ha tejido la carne al Hijo de Dios, al Verbo de Dios. Por eso, en la iconografía de la Anunciación, frecuentemente María tiene un ovillo sobre su vientre. Y es que los grandes himnos de los padres siriacos del IV siglo describen a María como la tejedora. Se cuenta que ella, de pequeña, junto a las mujeres, tejía el velo del Templo. Pero el verdadero velo que estaba tejiendo era la humanidad de Cristo.

Y si ella ha dado la carne humana a Dios, la humanidad a Dios, entonces, ¿como llega a ser Madre de la Iglesia? Para ello es necesario entender qué es la Iglesia. La iglesia somos aquellos que reconocemos que nuestra humanidad es la de Cristo. Cristo ha asumido toda la humanidad. Y no hay ninguna humanidad abstracta, sino sólo la que hay en cada uno de nosotros, que somos personas humanas. Por eso, Cristo, cuando se encarna, establece una relación personalísima con cada uno de nosotros, porque ha asumido nuestra humanidad. Y nos toca a nosotros reconocer esto: que mi humanidad frágil, mortal, herida por el pecado, destinada a la enfermedad, la ha asumido Cristo. Y yo reconozco que es mía, y llego a ser hijo en el Hijo.

 

Y si la iglesia es la comunión de las personas que reconocen su humanidad en Cristo, y que se reconocen como hijos en el Hijo, María entonces es Madre de la Iglesia, porque ha tejido esta carne humana, esta humanidad, al Verbo de Dios. Ella es Madre de la humanidad nueva, humanidad redimida. Por eso, mirad que la Virgen tiene en sus manos un ovillo, y con la otra mano, indica que esa es la nueva humanidad, que es divina y humana.

Hemos querido hacer un Cristo sacerdote, vestido como sacerdote. Los dos colores que lleva el Cristo son, a lo largo del primer milenio, los colores de Cristo. La túnica es roja. El color rojo para los cristianos significaba divinidad. Y él es Dios, que se reviste de la humanidad. Y la casulla es azul para indicar que se ha revestido de la humanidad. Él, como Dios, ha descendido para vivir como hombre. Su madre, que es humana, tiene la túnica azul, pero esta envuelta en un manto rojo, porque con su maternidad se ha divinizado. Él se ha hecho hombre, Dios vive como hombre, para que el hombre pueda vivir en modo divino. Aquí está toda la redención. Toda la historia, incluida la de nuestros días, muestra lo que cada de uno de nosotros sabe desde el corazón: lo difícil que es la humanidad vivida sólo como hombre. Qué oscuro resulta, qué difícil, qué cerca está siempre el pecado, qué difícil encontrar una relación fiel, libre. Entonces, Dios viene y comienza a vivir como hombre, para que nosotros podamos vivir en modo divino.

Él está vestido de sacerdote, porque en su persona ofrecida, vive el único sacerdocio eterno. Pero, sacerdocio, ¿qué significa? La capacidad de de hacer presente ante Dios las cosas que no están en Dios, de unir a Dios las cosas que están separadas de Él. Lo que está separado, tarde o temprano muere. Lo que vive lejos de Dios, está muerto. Adán escapó de delante de Dios, convencido de que se podría esconder de Dios y vivir. Todavía hoy el hombre está convencido que será feliz estando lejos de Dios. ¡Qué error!

 El sacerdocio significa unir y poner en la presencia de Dios. Y Cristo con su humanidad hace filial, no sólo al hombre, sino a toda la creación. Y vence así la rebelión.

Esto litúrgicamente también será muy bello. El único sacerdote se verá en la Pascua, en cada Eucaristía. Y el mismo Espíritu Santo que hace vivir, y vive en el Padre y en el Hijo, el mismo Espíritu en el que el Hijo se ha ofrecido en la cruz al Padre -como atestigua la Carta a los Hebreos-, ese mismo Espíritu desciende en unas llamas blancas y rojas, a través de una pequeña paloma, desde la mano del padre.

Y después, hay un movimiento de retorno: Cristo, sobre la cruz, nos mira. Cuando se entra en la iglesia, sus brazos no parece que estén clavados, sino expresando un saludo de acogida, para presentarnos al Padre. Nosotros entramos en Cristo con la Eucaristía, y vivimos nuestra verdad: ser cuerpo de Cristo.

¿Y cuándo nos hacemos cuerpo de Cristo? En el Bautismo. Y aquí tenemos otra cosa bella: si hemos puesto en evidencia el manto de Cristo, lo hemos hecho porque, en el Antiguo Testamento, el manto poco a poco va revelando todo el significado de algo que pertenece a la persona que lo lleva, que manifiesta a la persona, que manifiesta la bondad y la benevolencia de esa persona. Por eso, el manto de Dios es la gloria de Dios.

¿Y qué es la gloria de Dios? La manifestación del amor. Con el pecado original, donde el hombre quiere apoderarse de la manzana, llega el desierto. Para las dos manos se abre un desierto debajo, y los brazos están desnudos. Porque hasta ese momento, el hombre estaba vestido de gloria, por lo tanto capaz de realizar los gestos de Dios. Pero el pecado ha matado esto. El hombre ha perdido el vestido de luz, y dentro de él se han adueñado las tinieblas. Y así, es destinado a morir, porque es incapaz del sacrificio de si mismo.

En el Bautismo, como dice el padre siriaco Santiago de Saruc, Cristo desciende a las aguas desvistiéndose de la gloria, y quedándose desnudo, mortal, para entrar en la muerte, para encontrar al hombre muerto. Y el vestido que se ha quitado lo ha depositado en las aguas bautismales, para que Adán, cuando llegue al bautismo, pueda encontrar el vestido de luz, el vestido de gloria. Por eso, mirad el río Jordán: cuando llega a donde está Cristo bautizándose, se convierte en dorado, azul y rojo, donde está sumergido su vestido de luz y gloria. Para que así, todos vuestros hijos que se bauticen aquí, puedan revestirse del vestido de luz de Cristo, sean de nuevo capaces de gloria, es decir, del sacrificio de si mismos, o sea, del amor. Cirilo de Jerusalén dice que Cristo ha entrado en el Jordán para conferir a las aguas del Jordán, y a todas las aguas del mundo, los colores de la divinidad para que notros podamos revestirnos de esa divinidad.

En el otro lado del mosaico, vemos el encuentro de Cristo resucitado con María Magdalena. También es un discurso sobre el manto de Cristo. El evangelio de Juan, que es quien nos cuenta este episodio, no dice exactamente que sucedió, dice sólo que María Magdalena había buscado a Cristo durante toda la noche, que volvía continuamente a la tumba porque para María Magdalena, Cristo era un cadáver, y los cadáveres se buscan en las tumbas. Ella abre la tumba, y cuando se encuentra un señor, piensa que quizás, al ser el jardinero, lo habrá llevado a algún lado. Y le dice: “si me dices dónde lo has puesto, yo me lo llevaré a casa”. Cristo, que ha visto esto, ha reconocido en esta mujer a la esposa del Cantar de los Cantares, que es imagen de la Comunidad cristiana, que buscara al Señor en un campo de muerte, en el cementerio, donde el Señor no estará más, porque ya ha pasado.

En el Cantar de los Cantares, en el capítulo 3, dice: “la esposa dice: he buscado a mi señor toda la noche, he preguntado a todos donde está, cuando lo encuentre, lo abrazaré y no lo dejaré más, lo llevaré a mi casa, a la habitación de mi madre, donde fui concebida”. En el capítulo 8 dice: “y allí él me enseñará el arte de amar”. Cristo ha reconocido en maría Magdalena esta esposa, porque Juan no dice que María lo ha abrazado, o que se tiro a los pies abrazándolo. Cristo ha reconocido el episodio del Cantar de los Cantares, donde ella quiere aferrarse, y llevárselo al pasado, como cuando ella fue concebida. Por eso, Cristo dice: “no Maria, no ahora, tampoco yo he sido concebido así”.

“Ve a tus hermanos”. La única vez que en el evangelio de Juan Cristo llama a los discípulos hermanos. “Ve y diles que me voy al Padre, que es Padre mío y vuestro, Dios mío y vuestro”. No a la habitación de la madre, sino a la casa del Padre. Somos una nueva humanidad, que vive en el modo de Dios. Y tu María no conoces todavía, de manera definitiva, este nuevo amor, tu todavía quieres abrazarlo, apropiártelo. Pasada la Pascua, el amor madura, no se abraza, sino que se ofrece. Y es cuando nosotros empezamos a formar parte de la humanidad nueva, que vive a modo de Dios. Es la frase mas impresionante del evangelio: que tenemos el mismo Padre que Cristo. Es a partir de entonces cuando nuestra humanidad es verdaderamente la suya, y se reconoce cuando para salvarse no se debe apoderarse, coger, porque el gusano lo comerá todo; lo que se debe hacer es acoger, acoger el amor. Y todo lo que es acogido en el amor, está separado de la muerte para la vida.

María se siente envuelta de una nueva humanidad, del manto de Cristo, de su vida, de su amor, que es nuevo, diferente, que nace de la Pascua. Por eso, ella ya no le toca a Cristo, ya no lo coge: con la mano izquierda toca el manto, que le envuelve el costado y las piernas, ya no puede andar hacia la tumba, sino sólo detrás de Cristo. Ella no mira ni a Cristo, ni a la tumba, sino a nosotros. Porque ella es enviada para decirnos que todo lo que permanece en el amor, no se corrompe, y que Cristo ha resucitado y tenemos el mismo Padre; y ya no volveremos al pasado, a los amores antiguos -del hijo al padre, del padre al hijo-, sino que tenemos una novedad. Por eso, ella sale de la pared, es un cuarta dimensión del arte: ella es el Cristo crucificado, y los dos nos miran y nos involucran en esta historia.

Nosotros, los artistas, hemos hecho esta obra con mucho amor, con mucha fe, y lo ofrecemos a vuestra comunidad, para que siempre os comunique la luz, la esperanza y el rostro de Nuestro Señor.

Finalmente, la imagen de arriba, nos recordara siempre que Dios da, ofrece, no hace falta coger nada, robar nada, sólo acoger. Es Cristo quien en la Jerusalén del cielo, en el banquete del Padre, nos ofrece la eterna Eucaristía, la eterna Pascua. Y nuestras manos no se apoderan, sino que acogen, y son revestidas del traje divino.

Nosotros los artistas queremos que esta obra os recuerde siempre que estáis revestidos de Luz y de Gloria. Puede suceder en el mundo cualquier cosa, pero ¡no nos dejemos arrebatar nunca el vestido de Gloria y de Luz!

 
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